El genoma de cada una de las células del organismo humano es sexuada, esto es, tiene dos cromosomas sexuales: XX o XY. Esto determina el carácter binario obligado de cada individuo: o es varón o es hembra. Esta realidad biológica hace que desde la concepción del ser humano, el embrión (hasta las 8 semanas) y luego el feto (hasta el nacimiento) se desarrollen con características distintas según sean masculinos o femeninos.
Tras nacer, las diferencias se acentúan, madurando no solo las gónadas (testículos y ovarios) y los genitales externos, sino acentuándose aspectos diferenciales de las funciones superiores humanas, incluyendo capacidades neurocognitivas y de conducta. Así lo demuestran los estudios de neuroimagen en adultos: hay un cerebro de mujer y otro de varón (Ingalhalikar et al. PNAS 2014). Fue Gregorio Marañón quien sostuvo ya en 1926 que la marcada diferenciación sexual en el ser humano refleja su superioridad en la escala evolutiva respecto a otros seres vivos, incluidos otros mamíferos. También señaló que, en última instancia, la complementariedad en los sexos está ordenada de forma primaria a la procreación.
Todo lo anterior contrasta con la disforia de género, una condición que la Asociación Americana de Psiquiatría (DSM-5) define como la discordancia que un sujeto manifiesta entre su sexo biológico y su autopercepción sexual. Entre otras complicaciones, esta entidad se asocia a distrés psicológico, trastornos psiquiátricos y una mayor tasa de suicidio.
En un artículo reciente, Paul Hruz, profesor de Pediatría de la Universidad de Washington en San Luis (Estados Unidos) ha subrayado los graves problemas que puede producir el tratamiento supresor hormonal de la pubertad y la hormonoterapia cruzada en los adolescentes que manifiestan dudas o discordancias en su orientación sexualidad (Hruz P. Linacre Q 2019).
Hay que destacar que la disforia de género no tiene nada que ver con la homosexualidad. Gays y lesbianas no desean cambiar de sexo, sino que sienten atracción por personas de su mismo sexo. También aquí la genética ha dado una respuesta clara recientemente. En un estudio de cerca de 500.000 personas de Reino Unido y EE.UU. a las que se había realizado un examen completo de su genoma (lo que se conoce como GWAS), no se identificó ningún gen causante de homosexualidad (Ganna et al. Science 2019). Eso sí, hubo una agregación de polimorfismos en multitud de genes (sobre todo en cinco y de regulación hormonal y del olfato) que se asociaron a una mayor frecuencia de atracción por personas del mismo sexo. Los autores dicen textualmente que no es posible predecir el riesgo de homosexualidad estudiando el genoma humano. Además, subrayan que no hay un sustrato genético que sugiera una continuidad entre heterosexualidad y homosexualidad, de modo que la escala bipolar de Kinsey utilizada por algunos psicólogos debería desecharse.
En el mundo occidental, la prevalencia de homosexualidad ha aumentado en los últimos años. La mayoría de personas que admiten haber tenido relaciones homosexuales dicen ser bisexuales, tanto varones como mujeres. El informe Gallup de EE.UU. para 2018 recoge cifras de LGBT en jóvenes y adultos del 4,5%. Respecto a la disforia de género, la prevalencia es mucho más baja (menos del 0.5%), aunque es difícil dar cifras en razón de la subjetividad de su definición (mi sexualidad es la que siento, no el sexo que tengo).
Si no hay determinantes genéticos para la homosexualidad, la bisexualidad o la disforia de género, se concluye que deben ser condicionantes socioculturales los principales responsables del aumento en los últimos años. Paul Hurst llama la atención sobre la necesidad de implicar a los médicos en el manejo de estas personas y evitar la complicidad de tratamientos reafirmantes del sentimiento sexual discordante cuando no hay buena evidencia científica. Los daños pueden ser irreparables para el paciente, especialmente si se toman decisiones en la edad puberal y adolescencia, cuando la madurez sexual todavía no se ha alcanzado (Hruz P. Linacre Q 2019).
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