Acaba de publicarse un libro que ha vendido en Francia más de 250.000 ejemplares. Es un best-seller escrito por dos ingenieros, Michel-Yves Bolloré y Olivier Bonnassies, que de un modo divulgativo, aborda los grandes interrogantes de nuestra existencia. Se refieren a la inmensidad del universo, a la naturaleza de la vida y al significado del ser humano. Tiene por título: ‘Dios, la ciencia, las pruebas: el albor de una revolución’.
Creación del Universo
Fue Copérnico en el s. XVI y, poco después Galileo, quienes revolucionaron nuestro modo de entender el mundo creado, postulando el heliocentrismo. El sol y no la tierra eran el centro del mundo conocido. Nuestro planeta era solo uno de otros tantos. Atrás quedaba la visión intuitiva griega de Ptolomeo, con la tierra en el centro del cielo visible.
Hace casi un siglo, Georges Lemaitre, sacerdote y astrónomo belga, enunció por vez primera la hipótesis de un inicio del universo en el tiempo, a partir de un ‘átomo primordial’, a modo de un núcleo muy pequeño, denso y caliente. Junto con Alexander Friedmann, se estimó que el Big Bang ocurrió hace 13.800 millones de años. Tras la inflación cósmica inicial, la materia se expandió y se formaron las primeras galaxias. Conforme se alejan, las estrellas se enfrían. Nuestro sistema solar se formó hace 5.000 millones de años y la Tierra hace 4.600 millones de años. Como confirmación de todo lo anterior, en 1964 Penzias y Wilson describieron las micro-ondas cósmicas como un vestigio de la explosión inicial.
¿Pero qué había antes del Big Bang? En realidad, la pregunta puede ser inadecuada, puesto que el tiempo -como el espacio- es una categoría de la realidad creada. Antes de la creación no había nada. Mientras que Stephen Hawking decía que el universo es autosuficiente, es más razonable considerar que la acción de crear ex – nihilo es exclusiva de Dios. A la vez, dar el ser (ontológico) supone mantenerlo, aunque la eternidad de Dios no se corresponda con un tiempo infinito (Herce R, 2016).
Marco Bersanelli distingue entre creación y origen. Es increíble que podamos conocer las leyes de la naturaleza, físicas y químicas, que explican el modo de ser del universo; sin embargo, no dan cuenta de la creación, que es un fenómeno que requiere un abordaje desde otro plano de conocimiento, el filosófico.
Son admirables las condiciones necesarias para que haya vida en el universo. De hecho, la vida no habría podido aparecer si alguna de las constantes de la naturaleza tuviera un valor ligeramente distinto. Por ejemplo: si la gravedad fuera un poco más intensa, las estrellas se consumirían antes y no podrían tener planetas que pudieran albergar la vida, ni habría habido tiempo para la síntesis del carbono, que es esencial para la vida. Por el contrario, si la gravedad fuera más débil, el universo se habría expandido más aceleradamente y no se habrían podido formar ni galaxias ni estrellas, con lo que la vida no hubiera sido posible.
Entonces surge la pregunta: ¿por qué el universo es como es?; ¿por qué, teniendo infinitas posibilidades, el universo toma la forma exacta que permite que podamos existir? Esta reflexión lleva a algunos cosmólogos, como John Barrow, a la idea de un universo antrópico; es decir: el universo es como es para que pueda albergar observadores, vida inteligente. Frente a este enunciado fuerte de Barrow, hay una forma más débil del principio antrópico, según la cual Dios creó el universo para que existieran seres inteligentes, responsables y libres que fueran capaces de amar, y así hacer partícipes de sus cualidades más excelsas a algunas criaturas.
Origen de la Vida
La evidencia científica describe la aparición de vida unicelular en la tierra hace 3.800 millones de años, esto es, 10.000 millones de años después de la formación del planeta. Hace 2.100 millones de años aparecieron los primeros seres vivos pluricelulares. La explosión cámbrica de vida en medio acuático ocurrió hace 500.000 años y fue seguida de la aparición de plantas terrestres y, más adelante, de animales terrestres, incluyendo insectos, dinosaurios y mamíferos. Desde entonces ha habido varias grandes extinciones, la última hace 65 millones de años, que acabó con los dinosaurios.
El empeño en producir vida artificial tiene una larga trayectoria. Ha habido dos estrategias, una inductiva y otra reductiva. En el primer caso, los experimentos del siglo pasado de Alexander Oparin y Stanley Miller buscaron crear las condiciones para que aparecieran moléculas orgánicas, como aminoácidos, en una sopa primitiva de elementos químicos en condiciones de temperatura extrema y fenómenos electromagnéticos (Miller et al. Science 1953). Unas microesferas prototipo (‘cenancestro’) serían el prototipo de la célula más primitiva. En este modelo hipotético, la formación de ácidos nucleicos, portadores de la información genética mínima para dar descendencia, supone una complejidad difícil de explicar. Habría ocurrido por duplicaciones y mutaciones genéticas (Jouve N, 2018).
La observación detenida de los virus, que son parásitos obligados de bacterias o células eucariotas, ha proporcionado una información de gran valor sobre las características exclusivas de la vida. De modo particular, los virus ARN, con su extraordinaria capacidad de mutación y variabilidad genética, han mostrado los mecanismos de la dinámica de diversidad poblacional en un corto espacio de tiempo (Coffin J. Science 1995). Pero los virus no son seres vivos; no tienen autonomía metabólica ni replicativa. Su existencia perdurable requiere que exista una célula viva.
Una segunda estrategia para explorar la creación de vida en el laboratorio se ha hecho con experimentos reductivos. Los investigadores han manipulado las células más simples para ver qué es lo imprescindible para la vida. En 1995 se publicó el genoma completo de un Micoplasma, la célula más simple con crecimiento autónomo, que tiene 525 genes (Hutchison et al. Science 2016).
En atención a esos resultados, en 2016 se describió una molécula sintética de ADN de 531 Kb de otro micoplasma, con tan solo 473 genes que eran los indispensables para retener la capacidad de supervivencia y replicación autónoma, siempre tras ser inoculados en un citoplasma (Zhang et al. Mol Cell 2023). Paradójicamente, la función de 149 de esos genes esenciales para la vida es por ahora desconocida.
La ‘genómica sintética’ es un término acuñado por Craig Venter, uno de los padres del Proyecto Genoma Humano. Se refiere a la producción de virus, bacterias o células a partir de moléculas de ácidos nucleicos sintetizados en el laboratorio. Sin embargo, los avances más recientes en biología sintética y en la construcción de genomas artificiales han demostrado que no empoderan para la vida, no dan vida de por sí (Venter et al. Cell 2023).
Una de las características más sobresalientes de la vida, que va contracorriente en un mundo que fuera dejado al azar, es su entropía negativa, esto es, su complejidad creciente, una evolución hacia adelante y hacia arriba, como si tuviera una finalidad. Los deístas han visto ahí una prueba de la existencia de Dios. Desde la Ilustración, algunos han calificado de ‘diseño inteligente’ esta perfección compleja de la naturaleza. William Paley (1743-1805) sostuvo que la perfección de las criaturas y sus partes (p.e., el ojo humano) no podría ocurrir sin un diseñador. No puede haber reloj sin relojero. Tras el ocaso producido por la revolución darwiniana en el s. XIX, el diseño inteligente fue retomado en EE.UU. en los años 1990, por Behe y Dembsky. Dirán que hay complejidades irreductibles, que no pueden explicarse por selección natural. Es el caso del ojo humano, el flagelo bacteriano. En realidad, las imperfecciones que se reconocen en la naturaleza, como la estrechez del canal del parto en humanos, la ocurrencia de un 20% de abortos espontáneos en la gestación humana, o la presencia de la macula ciega en la retina, son demostración indirecta en contra de un diseño inteligente. De hecho, la teoría darwiniana responde mejor a la realidad de naturaleza (Ayala FJ. PNAS 2008).
Los estudios astronómicos con los grandes telescopios Hubble y James Webb buscan exoplanetas e indicios de vida extraterrestres. Son de gran trascendencia para las cuestiones sobre el origen y significado del universo. Bastaría la evidencia una bacteria o vegetal para confirmar el desarrollo de vida fuera de la tierra. ¿Supondría un revulsivo para la fe de los creyentes? ¿Cuál sería el papel de Jesucristo y la salvación? En primer lugar, el descubrimiento de cualquier forma de vida extraterrestre no implica que pudiera haber vida inteligente (Whiten et al. PNAS 2017). Eso muy improbable, pero aun si fuera así, es más razonable considerar que los designios de Dios son un misterio y su completo entendimiento es inalcanzable para nuestro intelecto.
El Ser Humano
Una segunda gran revolución de la concepción del mundo creado ocurrió en el s. XIX de la mano de Lamarck y Darwin. Aunque la mayor aportación del último fue la selección natural como mecanismo evolutivo, fue la incorporación del ser humano como una pieza más del devenir biológico, lo que desplazó la singularidad que hasta entonces se había otorgado al hombre. La ciencia moderna retiraba al ser humano del centro de los vivientes -somos uno más-, de modo similar a lo que representó tres siglos atrás el giro copernicano, apartando a nuestro planeta del centro del sistema solar.
¿Pero realmente somos una especie más en la escala evolutiva de los seres vivos? Nuestra autoconciencia, el sentido de la trascendencia y la reflexión moral, entre otras capacidades humanas, no tienen paralelo en otras especies, incluidas las de primates superiores. Aunque la etología (Jane Goodall, Frans de Waal, etc.) ha reconocido ciertos comportamientos en animales que vienen a ser proto-conductas de moral, cultura y lenguaje; el resultado conjunto no tiene comparación ni de lejos con la realidad humana (Herce R, 2016). El ser humano ha roto su dependencia del ambiente (nicho ecológico) y muestra una evolución cultural mucho más rápida y acelerada, desligada de la selección natural biológica (Ayala FJ. PNAS 2010).
Una de las paradojas evolutivas de la selección darwiniana en el ser humano viene representado por la medicina. Sin los tratamientos actuales y las medidas preventivas que se establecen, una gran proporción de la población fallecería de forma prematura y no tendría descendencia. Sin embargo, la esperanza de vida de los humanos se ha alargado considerablemente y la capacidad de procreación ya no se limita a los más saludables. Vivimos más individuos y más años, aunque sea acumulando menor salud genética poblacional. En el ser humano, la evolución cultural ha corregido la acción selectiva biológica. Si cabe, esa intervención se reconoce todavía más claramente en la edición génica, una nueva tecnología biomédica que permite corregir enfermedades de causa genética.
¿Qué es lo más característicamente humano? Se han postulado al menos tres fenómenos: la autoconciencia, el sentido trascendente y la moral. El reconocimiento del propio yo, de ser el sujeto de mis acciones es la conciencia. Se ha postulado que es un elemento exclusivo del ser humano, que nos diferencia de los animales. Nos permite tener una intención en nuestros actos y compartirlo (Tomasello et al. Behav Brain Sci 2005). Sin embargo, la conducta de algunos animales sugiere un cierto grado, aunque más simple, de conciencia. A la luz de las observaciones en algunos animales superiores, la conciencia podría entenderse como un principio de individuación que nos hace responsables de nuestros actos y, en la medida en que son libres, nos otorgan valor ético. El reconocimiento de cierta autonomía e individualidad en el actuar de los animales, sin ser todo respuesta instintiva y automática, aunque de un modo más primitivo, podría comprometer la exclusividad que muchos defienden para la conciencia en la especie humana.
¿Y qué ocurre con la trascendencia, esto es, la religiosidad, el sentido de un Dios creador, que da razón de nuestra existencia? Es un elemento compartido entre todos los humanos, aun los de etnias más alejadas. Salvo en el hombre, no es reconocible en ninguna otra especie animal. La creación por parte de Dios de unas criaturas libres, con capacidad de reconocerle y de amarle de forma voluntaria, es un misterio. La creación del hombre como ‘imago Dei’ solo puede entenderse como fruto del amor que, de suyo, es difusivo y se comparte. Dios es omnipotente y no le falta nada; pero goza con nuestra manifestación de amor libre hacia Él. Pero si Dios ha otorgado a la criatura humana la libertad, ¿cómo se conjuga con la providencia divina? Esta cuestión ya se planteó en el s. XVI y se conoce como disputa ‘de auxiliis’. Dios es providente, pero respeta el modo de ser de las criaturas, de modo que, en el ser humano, la libertad no queda comprometida por la omnipotencia divina (Herce R, 2016).
La presencia del mal en un mundo creado por Dios se ha atribuido a una elección humana primigenia. Nuestros antecesores, los primeros padres, Adán y Eva, eligieron comer del fruto prohibido y se les desveló su desnudez, según el Génesis. Ese pecado original lo han transmitido a su descendencia. Frente a este monogenismo bíblico, la evidencia de la paleontología y de la genética no avala una discontinuidad biológica en el tiempo para el ser humano. El Homo sapiens surgió de una evolución progresiva de homínidos primitivos hace unos 150.000 años. No hay pruebas de un antes y un después para el ser humano, con un momento de infusión de un alma espiritual. En realidad, lo propiamente humano no se limita al Homo sapiens y puede reconocerse de un modo más primitivo en nuestros antecesores africanos desde el Homo habilis (hace 2 millones de años en el valle del Rift), luego en Homo erectus y, más recientemente, en neandertales y denisovanos. En este punto, es conveniente señalar que la encíclica ‘Humani generis’ de Pio XII (1950) no rechazó el poligenismo por completo, sino que defendió la doctrina del pecado original que afecta a todos los hombres desde el nacimiento.
Es necesario distinguir entre el proceso biológico y el cultural que se dan en la evolución humana. Al primero se le denomina hominización y consiste en el proceso de formación del tipo morfológico del hombre. Mientras que al segundo se le denomina humanización y es el proceso por el que el hombre adapta el ambiente a sí mismo.
Los estudios de filogenética (molecular clock) realizados hace una década con una amplia y variada muestra de población humana actual han concluido que un grupo de varias decenas de miles de individuos hace alrededor de 150.000 años explicarían la variabilidad genética actual (Li & Durbin. Nature 2011). De este modo, el monofiletismo es una mejor explicación científica del origen humano que el monogenismo.
En abril de 2023 se anunció el fin del Proyecto Genoma Humano. Los 23 cromosomas de un único humano contenían 3.300 millones de nucleótidos. Paradójicamente solo se identificaron poco más de 20.000 genes, esto es, regiones codificantes de proteínas. Se esperaba que tendríamos muchos más, dada nuestra exclusividad. Pues no; hay gusanos, peces e incluso plantas con más genes que nosotros… Una proporción del ADN restante no pudo ser secuenciada y tuvo que esperar hasta el año 2022 para ser desvelada. Mucho de ese ‘ADN basura’ hoy sabemos que tiene funciones reguladoras exclusivas. Pero ha sido en 2023 cuando el Proyecto Pangenoma ha publicado la secuencia completa de 48 humanos de diferentes grupos étnicos (Venter et al. Cell 2023). De este modo, sabemos que el genoma humano tiene una variabilidad genética inter-individual que no va más allá del 0’2%. Es lo que nos hace diferentes a cada uno. El 99’8% restante es idéntico en los distintos seres humanos, aún los de etnias más distantes, como los aborígenes australianos. Además, las especies de animales más próximas, como el chimpancé, tienen un genoma con una similitud mayor del 98% respecto al ser humano.
Esta uniformidad genética aparente entre los humanos no resta el carácter exclusivo e irrepetible de cada uno de nosotros. Dado que nuestro patrimonio genético deriva de la aportación materna y paterna, tras un proceso de recombinación en la meiosis de los gametos, de manera natural no se producen zigotos idénticos. Solo en el caso de los gemelos univitelinos pueden nacer dos sujetos con una misma identidad genética. Nunca más nacerá otro sujeto con ese mismo patrimonio genético.
Algunos predicen un desenlace fatal para la evolución cultural humana. Consideran que vamos camino de la sexta extinción masiva en la tierra. La última fue resultado de la caída de un gran asteroide hace 45 millones de años. Sin embargo, la actual extinción sería la única resultante de una acción no externa a los seres vivos que pueblan el planeta, sino consecuencia de la intervención de la especie humana.
Consideraciones finales
Los grandes interrogantes del ser humano, como la creación del universo, el origen de la vida y la singularidad de la especie humana pueden abordarse a la luz de los avances científicos y de la reflexión filosófica. La ciencia trata de lo experimental, del cómo de la realidad, mientras que la filosofía persigue dar respuesta al por qué y a los fines del mundo creado. Ciencias y humanidades representan disciplinas de conocimiento distintas y complementarias. El método científico de Bacon y Popper difiere del aristotélico, basado en el razonamiento abstracto y la lógica. Nuestra búsqueda de certezas, sin embargo, alcanza un límite, donde el modo de actuar del Creador supone un misterio. El libro de los ingenieros franceses Bolloré y de Bonnassies es una recopilación de la ciencia actual del universo, que no deja indiferente sobre una necesidad de un Dios creador que la explique.